La gallina de los huevos de oro es una fábula tradicional atribuida al célebre escritor griego Esopo, quien vivió alrededor del siglo VI a.C. Esopo es reconocido por haber creado historias breves y didácticas protagonizadas por animales o figuras humanas que representan características humanas, con el fin de transmitir enseñanzas morales de manera sencilla. Aunque sus obras fueron transmitidas oralmente durante siglos, posteriormente fueron recopiladas y adaptadas por escritores como Fedro y La Fontaine, lo que ha permitido su permanencia hasta nuestros días.
Esta fabula la aprendí desde pequeño en una cartilla que se llamaba Alegría de Leer, de la autoria de Juan Evangelista Quintana (de Cartago, Valle) quien produjo la cartilla en 1930. Quizas las nuevas generaciones se privaron de tener esta herramienta de lectura y comprensión en sus manos, pero las generaciones de los años 40, 50 y 60 tuvimos la maravillosa oportunidad de descubrir historias, paisajes y personajes que cobraban vida en nuestra imaginación.
La Gallina de los Huevos de Oro
Había una vez un humilde campesino que vivía en una pequeña casa al borde del bosque. Cada mañana se levantaba con el canto de sus animales, salía al gallinero y recogía los huevos que sus gallinas le dejaban. Era un hombre trabajador, pero siempre soñaba con tener más, con mejorar su vida, con no tener que preocuparse jamás por el dinero.
Un día, al revisar los nidos como de costumbre, se sorprendió al encontrar un huevo completamente dorado. Lo sostuvo entre sus manos, incrédulo. Lo examinó, lo frotó, lo golpeó con una cuchara: era sólido, pesado… ¡y era oro de verdad! Pensó que alguien le estaba jugando una broma, pero al día siguiente, otro huevo dorado apareció en el mismo nido. Y al siguiente día también. Y al otro.
Pasaron los días y el campesino se dio cuenta de que la gallina blanca, tranquila y callada que descansaba en ese rincón era la responsable. Cada mañana ponía un huevo de oro sin falta. El hombre dejó de ir al mercado a vender otras cosas. Con un solo huevo diario tenía suficiente para comer bien, arreglar su casa, e incluso comprarle regalos a su familia. Su vida comenzó a cambiar.
Pero con el paso del tiempo, el campesino empezó a impacientarse. Cada noche, antes de dormir, miraba el huevo del día y murmuraba para sí: “¿Y si mañana no hay ninguno? ¿Y si la gallina se enferma? ¿Y si alguien me la roba? ¿Y si dentro de ella hay más oro y yo me estoy conformando con migajas?”
Una mañana, mientras observaba a la gallina picoteando tranquila en el corral, una idea se apoderó de su mente: “¿Y si la abro? Si dentro de ella hay un gran depósito de oro… entonces seré rico de verdad. No tendré que esperar más.” Sin pensarlo mucho, fue a buscar un cuchillo. Se acercó a la gallina, la tomó entre sus brazos y, pese a que esta no se resistió, la mató con manos temblorosas. Luego la abrió cuidadosamente, buscando pepitas doradas, monedas, lingotes ocultos… pero no encontró nada. Sus entrañas eran como las de cualquier otra gallina.
El campesino cayó de rodillas. Había matado su fuente de riqueza por impaciencia. Ya no habría más huevos de oro, ni mañanas alegres, ni esperanza de progreso. Solo quedó la lección amarga de haberlo perdido todo por no saber esperar.
Desde aquel día, el campesino no volvió a tener suerte. Su historia se esparció por los pueblos cercanos como advertencia para quienes desearan más de lo que ya tenían sin valorar lo que poseían.
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